El 13 de febrero pasado fue asesinado en Damasco Imad Moughniyeh, un veterano dirigente de Hezbollah. “El mundo es un lugar mejor sin este hombre”, dijo el portavoz del Departamento de Estado Sean McComarck, y agregó que “de uno u otro modo, se ha hecho justicia.” Y Mike McConnell, el Director de la Inteligencia Nacional, agregó que Moughniyeh “había sido el terrorista responsable del mayor número de muertes de norteamericanos e israelíes después de Osama bin Laden”. Israel también dio rienda suelta a su alegría: “uno de los hombres más buscados por EEUU e Israel” habría sido ajusticiado, según informó el London Financial Times. Bajo el título de “Un militante buscado en todo el mundo”, se publicó un informe, según el cual Moughniyeh era el que seguía a Osama bin Laden en la lista de los más buscados después del 9/11 y, por tanto, se trataba del segundo entre los “militantes más buscados en el mundo”.
La terminología es suficientemente precisa, de acuerdo con las reglas del discurso anglo-americano, que entiende por “mundo” la clase política de Washington y Londres (y todos quienes estén de acuerdo con ellos en determinados asuntos). Así, por ejemplo, es frecuente leer que “el mundo” todo apoyó a George Bush cuando ordenó el bombardeo de Afganistán. Y esto puede ser cierto para “el mundo”, pero difícilmente para el mundo, como tuvo buena ocasión de revelar la agencia internacional de sondeos Gallup luego de que se anunciara el bombardeo. El apoyo mundial fue mínimo. El porcentaje de aceptación en una América Latina con amplia experiencia en las conductas de EEUU osciló entre el 2% de México y el 16% de Panamá, e incluso ese minúsculo apoyo estaba condicionado a la previa identificación de los sospechosos (según el FBI, seguían sin identificar ocho meses después), y a que los blancos civiles estuvieran a salvo, cosa que no ocurrió. El mundo mostraba una aplastante preferencia por la vía dipolomático-judicial, pero “el mundo” la descartó de plano.
Tras el rastro del terror
En el presente caso, si “el mundo” fuera todo el mundo, podríamos encontrar otros candidatos dignos de honra como archienemigos más odiados. Y es instructivo preguntarnos por qué.
El Financial Times informó que la mayoría de los cargos en contra de Moughniyeh no estaban probados, pero “una de las pocas veces en las que es posible afirmar con certeza su participación [es en el] secuestro del avión de la compañía TWA en 1985, cuando fue asesinado un buzo de la armada norteamericana”. Esta fue una de las dos atrocidades terroristas que, según una encuesta entre directores de periódicos, hizo que el terrorismo en Oriente Medio se convirtiera en la noticia más importante de 1985; la otra fue el secuestro del buque de línea Archille Lauro, en el que resultó brutalmente asesinado Leon Klinghoffer, un inválido norteamericano. Esto refleja el juicio del “mundo.” Es posible que el mundo viera las cosas de otra manera.
El secuestro del Achille Lauro fue la represalia por el bombardeo de Túnez, ordenado una semana antes por el primer ministro israelí Simón Peres. Su fuerza aérea asesinó a setenta y cinco tunecinos y palestinos con bombas inteligentes que los destrozaron en mil pedazos, entre otras atrocidades vívidamente narradas por el destacado periodista israelí Amnon Kapeliouk. Washington cooperó, puesto que omitió advertir a su aliado tunecino que las bombas iban de camino, y es imposible que la Sexta Flota y la inteligencia norteamericana no estuvieran al tanto del inminente ataque. George Schultz, el entonces Secretario de Estado, comunicó al Ministro israelí de Asuntos Exteriores, Yitzhak Shamir, que en Washington “había despertado una enorme simpatía la acción israelí”, y la calificó –con aplauso general— como una “respuesta legítima” a los “ataques terroristas”. Unos pocos días después, el Consejo de Seguridad de la ONU denunció unánimemente (con la abstención de EEUU) los bombardeos como un “acto de agresión armada” . Huelga decir que “agresión” es un crimen mucho más grave que el de terrorismo internacional. Pero, concediendo el beneficio de la duda a los EEUU y a Israel, dejemos que sobre los responsables recaiga sólo el cargo menos grave.
Pocos días antes, Peres fue a Washington a consultar al principal terrorista internacional del momento, a Ronald Reagan, quien denunció “el terrible azote del terrorismo”, de nuevo con el aplauso general del “mundo”.
Los “ataques terroristas” que Shultz y Peres pretextaron para bombardear Túnez fueron los asesinatos de tres israelíes en Larnaca, Chipre. Los asesinos, como admitió Israel, no tenían nada que ver con Túnez, si bien podrían habrían tenido conexiones con Siria. Sin embargo, Túnez era un blanco más a propósito. Estaba inerme, a diferencia de Damasco. Y además, ofrecía un placer adicional: allí podían ser asesinados más palestinos exiliados.
Por su parte, los asesinatos de Larnaca fueron considerados una represalia de sus perpetradores: una respuesta a los sistemáticos secuestros israelíes en aguas internacionales, que resultaron en los asesinatos de muchas personas y en el secuestro y consiguiente encarcelamiento de muchas más, retenidas sin cargos por largos períodos en cárceles israelíes. La más famosa de éstas fue la prisión/cámara-de-tortura 1391. Hay mucha información al respecto en la prensa israelí y extranjera. Esos crímenes sistemáticos , por supuesto, son conocidos por las redacciones de los periódicos de EEUU, y de vez en vez, se mencionan de pasada.
El asesinato de Klinghoffer's se vivió con una verdadera sensación de horror, y es celebérrimo. Se convirtió en tema de una ópera aclamada y en guión de una película hecha para la televisión. Pero también causaron horror los asombrosos comentarios de condena al salvajismo de los palestinos: “bestias bicéfalas”( según el Primer Ministro Menachen Begin), “cucarachas drogotas correteando en una botella” (según el Jefe del Equipo Raful Eitan), “como saltamones, comparados con nosotros”, seres cuyas cabezas deberían ser “convertidas en picadillo golpeándolas contra el canto rodado y las paredes” (dijo el Primer Ministro Yitzhak Shamir). O simplemente, llamados araboushim, el equivalente de nuestro “judío” o de nuestro “negro”.
Así, luego de una exhibición particularmente depravada de terror militar y de una intencionada humillación en la ciudad de Halhul, en la Ribera occidental, en diciembre de 1982 (¡disgustó hasta a los halcones israelíes!), el conocido analista militar y político Yoram Peri escribió consternado: “hoy, uno de los objetivos de nuestro ejército [es] demoler los derechos de personas inocentes simplemente porque son araboushim que viven en territorios que Dios nos ha prometido a nosotros”, tarea, ésta, cada días más perentoria, y que se lleva a cabo con creciente brutalidad desde que los araboushim comenzaron a “levantar cabeza” un par de años atrás.
No es difícil averiguar si los sentimientos expresados con motivo del asesinato de Klinghoffer fueron sinceros. Basta investigar la reacción ante los crímenes israelíes respaldados por los EEUU. Pensemos, por ejemplo, en el asesinato de dos inválidos palestinos en abril del 2002, Kemal Zughayer y Jamal Rashid, a manos de las fuerzas israelíes incursionadas en el campo de refugiados de Jenin, en la Ribera Occidental. Los periodistas británicos encontraron el cuerpo aplastado de Zughayer y los restos de su silla de ruedas, junto a lo que quedaba de una bandera blanca que sostenía en el momento de ser asesinado, cuando trataba de huir de los tanques israelíes que se lanzaron sobre él partiendo su rostro en dos pedazos y seccionándole brazos y piernas. Jamal Rashid terminó aplastado en su silla de ruedas cuando una de los enormes palas excavadoras suministradas por EEUU destruyó su casa en Jenin, con toda la familia dentro. La diferente reacción, o por mejor decir, la falta absoluta de reacción, es la rutina, y resulta tan fácil de explicar, que no precisa de mayores comentarios.
Coche Bomba
Sencillamente, el bombardeo de Túnez en 1985 fue un crimen terrorista infinitamente más grave que el secuestro del Achille Lauro, o que el crimen del mismo años en que la participación de Moughniyeh`s “podía ser establecida con certeza”. Pero incluso el bombardeo tunecino tiene competidores para el premio en el concurso de las mayores atrocidades terroristas en el Oriente Medio del año cumbre que fue 1985.
Uno de los aspirantes fue el coche bomba colocado en Beirut a la salida de una Mezquita y programado para que explotara cuando los devotos se retiraban de su plegaria del viernes. La bomba mató a 80 personas e hirió a 256. La mayoría de los muertos eran niñas y mujeres que salían de la Mezquita, aunque la ferocidad de la onda expansiva “carbonizó a bebés en sus cunas”, “mató a una novia que estaba comprando su ajuar”, e “hizo volar por los aires a tres niños que regresaban a casa desde la Mezquita”. También devastó la calle principal del suburbio densamente poblado de Beirut oeste, como informó hace tres años Nora Boustany en el Washington Post.
El objetivo era el clérigo Shiita Sheikh Mohammad Hussein Fadlallah, quien logró escapar con vida. El atentando fue perpetrado por la CIA de Reagan y sus aliados saudíes, con ayuda británica, y autorizado concretamente por el Director de la CIA William Casey, según el relato del periodista del Washington Post Bob Woodward en su libro El Velo: las guerras secretas de la CIA 1981-1987. Se conoce muy poco más que los meros hechos, gracias a la escrupulosa aceptación de la doctrina, según la cual no hay que investigar nuestros propios crímenes (a menos que resulten demasiado conocidos como para negarlos y la investigación se limite al círculo de una pocas “manzanas podridas” subalternas que, se calla por sabido, actúan “incontroladamente”).
“Aldeanos terroristas”
El tercer candidato al premio al terrorismo en el Oriente Medio de 1985 fueron las operaciones “Iron Fist” [Puño de Hierro] del Primer Ministro Peres en los territorios del sudeste libanés ocupados en ese momento por Israel, violando las órdenes del Consejo de Seguridad de la ONU. El objetivo, según los altos mandos israelíes, eran los llamados “terroristas aldeanos”. En este caso, los crímenes de Peres se despeñaron por los nuevos derrotaderos de la “brutalidad calculada” y el “asesinato arbitrario”, según palabras de un diplomático occidental entendido en estos temas, afirmaciones luego corroboradas por las filmaciones en directo de los hechos. Pero como no le interesaban al “mundo”, no fueron investigados. Como de costumbre. Sería legítimo preguntar si esos crímenes caen bajo la categoría de terrorismo internacional o bajo la categoría, harto más grave, de crimen de agresión. Pero concedámosles, de nuevo, el beneficio de la duda a Israel y a sus secuaces de Washington, y conformémonos con el cargo menos grave de terrorismo.
Esas son algunas de las ideas que pueden pasar por la cabeza de las personas de cualquier parte del mundo –que no del “mundo”—, cuando piensan en aquella “ocasión”, “una de las pocas” en las que Imad Moughniyeh estuvo claramente implicado en un crimen terrorista.
Los EEUU lo acusan, asimismo, de haber sido responsable de los ataques demoledores a la marina de los EEUU y a las barracones de paracaidistas franceses en Líbano en 1983, ataques perpetrados con un camión bomba y dos suicidas, que resultaron en la muerte de 241 marines y 58 paracaidistas. Y también de un ataque anterior a la Embajada de los EEUU en Beirut, que mató a sesenta y tres personas, y fue particularmente grave, porque en ese momento había una reunión en la que participaban funcionarios de la CIA.
Sin embargo, el Financial Times atribuyó el ataque a los barracones a la Jihad islámica. y no a Hezbollah. Fawz Gerges, uno de los académicos destacados en el estudio de los movimientos Jihad y del Líbano, escribió que un “grupo desconocido denominado Jihad islámica” se atribuyó la responsabilidad. Una voz que hablaba en árabe clásico instó a todos los norteamericanos a dejar el Líbano, o enfrentarse a la muerte. Se ha dicho que Moughniyeh era en ese momento la cabeza de la Jihad islámica, pero, hasta donde alcanza mi conocimiento, hay escasas pruebas.
No hay sondeos de la opinión mundial al respecto, pero es harto probable que se debe de llamar “ataque terrorista” al ataque a una base militar radicada en un país extranjero, especialmente porque las fuerzas de los EEUU y de Francia estaban desarrollando vigorosos bombardeos navales y aéreos en el Líbano poco después de que los EEUU prestaran un apoyo decisivo a la invasión israelí del Líbano en 1982, que acabó con la vida de cerca de 20.000 personas y devastó el sur, dejando gran parte de Beirut en ruinas. Finalmente, el Presidente Reagan suspendió los ataques cuando la protesta internacional tras las masacres de Sabra-Shtila subió a tal punto de tono, que ya no pudo ser ignorada.
Por lo común, en EEUU la invasión israelí del Líbano se describe como una reacción a los ataques terroristas al norte de Israel desde bases libanesas por parte de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), con lo que parece comprensible nuestra crucial contribución a esos crímenes de guerra mayores. En el mundo real, la frontera libanesa estuvo quieta durante un año, a pesar de repetidos ataques israelíes, muchos de ellos sangrientos, tendentes provocar alguna respuesta de la OLP que sirviera de pretexto para una invasión ya decidida y planeada. Los comentaristas y líderes israelíes no confesaron su verdadero propósito en ese momento: salvaguardar el poder israelí en la zona ocupada de la Ribera occidental. No carece de interés el que el único error grave del libro de Jimmy Carter (Palestina: Paz o Apartheid) sea la reiteración de este brebaje propagandístico, según el cual los ataques de la OLP desde el Líbano fueron la causa de la invasión por parte de Israel. Sobre el libro han llovido copiosos ataques, y se han hecho esfuerzos desesperados por encontrar alguna frase que pudiera ser mal interpretada, pero se ignoró este error flagrante, el único. Y con razón, porque se cumple así con el criterio de respetar las falsificaciones doctrinales útiles.
Matar sin querer
Otro de los cargos contra Moughniyeh: fue convertirlo en el “cerebro” de la bomba en la Embajada de Israel en Buenos Aires que, el 17 de marzo de 1992, mató a veintinueve personas. Fue una respuesta –como dijo el Financial Times— al asesinato por parte de Israel, del antiguo jefe de Hezbollah Abbas Al-Mussawi en el curso de un ataque aéreo al sur del Líbano”. Sobre el asesinato no se precisan mayores pruebas, porque Israel se atribuyó con orgullo el mérito. Pero el mundo podría tener cierto interés en el resto de la historia. Al-Mussawi fue asesinado con un helicóptero suministrado por EEUU en una zona muy al norte de la “zona de seguridad” ilegalmente fijada por Israel en el sur del Líbano. Iba camino de Sidón desde Jibshit, luego de disertar en un acto en memoria de otro imán asesinado por las fuerzas israelíes. El ataque del helicóptero también acabó con su esposa y su hijo de cinco años. Tras el ataque, Israel se sirvió de otros helicópteros también suministrados por EEUU para atacar un camión que transportaba a los supervivientes del primer ataque a un hospital.
Después del asesinato de la familia, Hezbollah “cambió las reglas del juego”, informó el Primer Ministro Rabin ante el Parlamento israelí. Nunca antes se habían lanzado misiles contra Israel. Hasta aquel momento, las reglas del juego eran que Israel podía lanzar ataques mortíferos dondequiera y a su arbitrio, Hezbollah tenía que limitarse responder dentro del territorio libanés ocupado por Israel.
Tras el asesinato de su líder (y de su familia), Hezbollah comenzó a responder a los crímenes de Israel en el Líbano atacando el norte de Israel. Esto último es, por supuesto, terror intolerable, de modo que Rabin lanzó una invasión que expulsó de sus hogares a 500.000 personas y mató a más de 100. Los despiadados ataques israelíes llegaron hasta el norte del Líbano.
En el Sur, el 80 % de la ciudad de Tiro huyó, y Nabatiye quedó reducida a una “ciudad fantasma”. Según un portavoz del ejército israelí, Jibshit fue destruída en un 70 por ciento, a lo que agregó que el objetivo era “destruir la ciudad por completo, dada su importancia para la población shiita del sur del Líbano”. El objetivo era “borrar las ciudades de la faz de la tierra y sembrar destrucción en su entorno”, según describió la operación un veterano oficial del comando norte israelí.
Es posible que Jibshit haya sido un objetivo apreciable porque fue la tierra de Sheik Abdul Karim Obeid, secuestrado y llevado a Israel varios años antes. La patria de Obeid “recibió el impacto directo de un misil”, informó el periodista británico Robert Fisk, “aunque lo más probable es que los israelíes estuvieran disparando a su mujer y sus tres hijos”. Mark Nicholson escribió en el Financial Times que quienes no escaparon se escondieron aterrorizados, “porque era posible que cualquier movimiento dentro o fuera de sus casas atrajera la atención de la artillería israelí, la cual……..estaba disparando sus proyectiles repetida y demoledoramente sobre objetivos seleccionados”. Por momentos, los proyectiles de la artillería impactaban en algunas aldeas a un ritmo de más de diez disparos por minuto.
Todos estos hechos contaron con el firme aval del Presidente Bill Clinton, que entendió la necesidad de instruir con severidad a los araboushim sobre “las reglas del juego”. Y Rabin apareció como el otro gran héroe, como el hombre de la paz, muy diferente a las “bestias bicéfalas”, “a los saltamontes” y a las “cucarachas drogadas”. Esta es simplemente una pequeña muestra de los hechos que podrían tener interés para el mundo, una vez conectados con la supuesta responsabilidad de Moughniyeh en el acto de venganza terrorista en Buenos Aires.
Otro de los cargos es que Moughniyeh ayudó a preparar las defensas de Hezbollah contra la invasión israelí del Líbano en 2006, un crimen terrorista intolerable, conforme a los criterios del “mundo”, convencido de que nada debe atravesarse en el camino del justo terror y de la agresión practicados por los EEUU y sus clientes.
Los apologistas más vulgares de los crímenes de EEUU e Israel explican con solemnidad digna de mejor causa que mientras los Árabes tienen el propósito de matar personas, los EEUU e Israel –siendo, como son, sociedades democráticas— no tienen la menor intención de hacerlo. Sus muertos son simplemente accidentales, y por eso sus asesinatos no pueden compararse, en punto a depravación moral, con los de sus adversarios. Esta fue, por ejemplo, la posición del Tribunal Supremo de Israel cuando recientemente autorizó un severo correctivo colectivo al pueblo de Gaza, privándole de electricidad (y de agua, de eliminación de residuos y aguas albañales y de otros elementos básicos de la vida civilizada).
Una línea de defensa, ésta, recurrente a la hora de enfrentarse a otros viejos pecadillos de Washington. Por ejemplo, la destrucción de la Planta farmacéutica al-Shifa en Sudán en 1998. Aparentemente, el ataque se cobró diez mil vidas, pero no hubo intención de matarlas; de ahí que no fuera un crimen resultante de una orden con expresa intención de matar. Así nos aleccionan estos moralistas sistemáticamente empeñados en apagar toda réplica efectiva a esos vulgares intentos de autojustificación. Digámoslo una vez más: se pueden distinguir tres categorías de crímenes: asesinato intencional, muerte accidental y asesinato premeditado pero sin una intención específica. Las atrocidades de EEUU e Israel son un caso típico de la tercera categoría. Así, cuando Israel destruyó el suministro de energía en Gaza o puso trabas para viajar hacia la Ribera oriental, no tuvo la intención específica de asesinar a personas que morirían por la contaminación del agua, o en ambulancias que no podían llegar a los hospitales. Y cuando Bill Clinton ordenó el bombardeo de la planta al-Shifa, era obvio que eso podía terminar en una catástrofe humana. El Observatorio de Derechos Humanos se lo comunicó inmediatamente, facilitándole todo tipo de detalles, pero ni Clinton ni sus asesores quisieron matar a personas concretas entre aquellos que inevitablemente morirían cuando la mitad de las instalaciones de la planta farmacéutica fueran destruidas en un país africano pobre que no podría reconstruirla.
Ocurre, más bien, que ellos y sus apologistas miran a los africanos sintiendo lo que nosotros sentiríamos al aplastar una hormiga cuando caminamos por la calle. Somos conscientes de que es posible que pase (si nos molestamos en pensarlo), pero no queremos matarlas, porque no son dignas ni de esa consideración. No es necesario decir que ataques similares perpetrados por araboushim en áreas habitadas por seres humanos serían considerados de manera harto diferente.
Si por un momento fuéramos capaces de adoptar la perspectiva del mundo, podríamos preguntarnos quiénes son los criminales “más buscados en el mundo entero”.
Noam Chomsky, el intelectual vivo más citado y figura emblemática de la resistencia antiimperialista mundial, es Profesor emérito de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachussets en Cambridge y autor del libro Imperial Ambitions: Conversations on the Post-9/11 World.
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